lunes, 9 de mayo de 2016

El Códice. Parte IV

Así que recurrió a la ayuda del inestimable Huraño que tanto le estaba ayudando. Le hizo una visita a su morada donde mantuvo una conversación agradable con él y mediante la cual, obtuvo el nombre del anterior propietario a Niklas: Yuri Sokolov. Se lo agradecería regalándole una pequeña pieza de poco valor, pero que sabía que le iba a gustar.
Yuri Skolov era un ruso cuyo patrimonio era de origen dudoso, hay quién decía que provenía del tráfico de drogas. Logró construir un imperio empresarial a partir del blanqueo de dinero proveniente de las sustancias ilegales. No era una persona amante de las antigüedades. De hecho, el Códice lo obtuvo, por lo visto, en un ajuste de cuentas en casa del desafortunado que perdió tanto la vida como el manuscrito. Al poco de poseer la reliquia, Yuri desapareció sin dejar ningún rastro, el mismo rastro ausente que dejó el Codex hasta aparecer en manos de Niklas.
Aitor investigó las empresas pertenecientes a Yuri, que ahora las dirigía su mujer, Svetlana Kuznetsov. Comprobó que una de las sociedades creadas tenía como fin el intercambio de antigüedades, probablemente sin actividad ninguna y con el objetivo de blanquear dinero. Aquello lo podía aprovechar a su favor, yendo a visitar a la mujer haciéndose pasar por un asesor externo a la empresa que aconsejaba a Yuri sobre los precios de las antigüedades sobre piezas reales, no inventadas, de modo que podría preguntar a Svetlana sobre la llave sin levantar sospechas e incluso, intentar embaucarla para poder conseguirla.
Estudiado el plan a seguir, Aitor visitó la antigua casa de Yuri, haciéndose pasar por Alberto, asesor de antigüedades. La casa, más correctamente denominada mansión, tenía el estilo de los castillos franceses y un mayordomo al estilo de los ricachones también. El sirviente le dirigió por fuera de la mansión hasta llegar a la parte trasera a través de jardines limitados por caminos de tierra fina. Svetlana le esperaba sentada en una silla blanca haciendo juego con la mesa del mismo color sobre un fondo verde de vegetación. Él se presentó y ella pareció creerle en su papel de asesor externo. Al principio conversaron sobre la desaparición de su marido y de lo misterioso del acontecimiento. –Un día se metió en el despacho a trabajar y cuando fui a verle para decirle que la cena estaba preparada, no había nadie. Desde entonces no le he vuelto a ver y no se sabe dónde puede estar.- Fue lo que dijo Svetlana. Después de aquello, Aitor dirigió la conversación hacia el tema de interés, las antigüedades. Primeramente tanteó el conocimiento de la mujer al respecto, pero comprobó que era más bien escaso. A continuación, le preguntó por la llave y para su sorpresa le dijo que no la tenía. –Me llamó un hombre de su empresa y me dijo que necesitaba la llave para venderla y así poder ajustar ciertos balances de la compañía. Como me tuve que ir de viaje unos días, la dejé preparada para que la recogiera en mi ausencia-, aclaró Svetlana. 
-Pero entonces, ¿no vio quién era?- le preguntó Aitor con necesidad.
-No porque me fui, cuando hablé con él por teléfono me dijo que se llamaba Carlos-, respondió la mujer a la vez que levantaba los hombros.
Vaya, esto estaba estropeando lo planeado. Alguien se había adelantado. Y la primera persona que le vino a la cabeza fue Ricardo, ¡ese sicario sin escrúpulos quería hacerse con el conjunto de las dos piezas! Y ya las tenía. Lo que significaba que o se quedaba con las dos cosas, o le ponía un nuevo precio “especial” a Aitor por ambas piezas...

¡Próximamente otra entrega de El Códice!

viernes, 29 de abril de 2016

El Códice. Parte III

La crónica la había contado el vendedor, al que siempre le gustaba adornar las ventas con alguna historia interesante y que no tenía por qué ser cierta.
La puja comenzó con varias ofertas de los asistentes por el Cáliz, pero conforme fue avanzando la sesión, se fueron echando atrás quedando solo Ricardo y Aitor. En el último empujón Ricardo consiguió dejar atrás a Aitor, consiguiendo la adquisición del vaso de plata. Cuando acabó la subasta, Aitor se acercó al nuevo propietario del Cálice y mantuvo una conversación con él. Era habitual que cuando no conseguía ganar la subasta, intentaba hablar con el ganador, si no le conocía, porque era la manera de tratar y de relacionarse con nuevas personas que se movían por el mundillo y de paso, intentar algún acuerdo para obtener la pieza perdida en la puja.
Aitor observó, durante la conversación, que Ricardo no era un erudito en la materia, por lo que consiguió convencerle de hacer un cambio, el Cáliz por una pieza de Aitor cuyo valor era inferior al Cáliz pero que no lo parecía absoluto. De paso, Ricardo le confesó que era un cazador y le enumeró todas aquellas antigüedades que había conseguido y era un curriculum realmente bueno. Así que Aitor posteriormente confirmó a través de diferentes contactos fiables que conocía, que efectivamente los trabajos que había realizado eran verdad. 
Así que se puso manos a la obra a estudiar cómo lo iba a hacer. Tenía que conseguir dos piezas, la primera y la más importante el Códice, la segunda y no menos importante la llave que abría las páginas del manuscrito. También tenía que tener en cuenta el conocimiento de las habilidades de Ricardo como cazador. Encargarle la obtención del Codex y de la llave no era buena idea. En todo caso le podría contratar una sola de ambas piezas ya que Aitor no quería que tuviese la posibilidad de abrirlo. Aquel momento lo quería solo para él, poder retirar la cerradura con la llave y poder destapar sus hojas, absorber todo aquel antiguo conocimiento que, durante tanto tiempo, había estado contenido en aquellos papeles ordenados y fijados a través de la encuadernación.
Por supuesto, a Aitor no se le pasó por la cabeza en ningún momento forzar la cerradura del manuscrito, ya que eso sería dañar tan valiosa pieza. El conjunto del Códice y de la llave la respetaría pues al final, ambos, aunque elementos diferentes, pertenecían al mismo conjunto con la misma historia y era ese conjunto el que precisamente daba el valor completo a la obra.
Decidió, por tanto, encargarle la obtención del Codex a Ricardo y él se encargaría de conseguir la llave. La llave era lo más complicado, ya que el manuscrito, según el Huraño, estaba en manos de Niklas Kloner. La llave sin embargo no sabía dónde estaba. Pero sí sabía dónde podía estar. Aitor empezaba a pensar que el Códice no duraba mucho en las manos de sus propietarios porque probablemente lo podrían haber abierto con la llave y, al leerlo, destapaban todo el potencial que tenía el manuscrito haciéndoles perder la cabeza por su codicia, inflada por el valor inmenso que poseían las palabras contenidas en aquellas tapas de cuero marrón oscuro. Por tanto, deducía que, Niklas al llevar tanto tiempo con el Codex, no tendría la llave, lo que trasladaba su atención hacia el anterior propietario a Niklas, el cuál desapareció al poco de adquirir la pieza. Era un buen comienzo para empezar la búsqueda de la llave...

¡La semana que viene publico otra entrega de El Códice!


jueves, 21 de abril de 2016

El Códice. Parte II

La última información que el Huraño sabía es que lo poseía un austriaco, un tal Niklas Kloner, accionista principal de la empresa petrolera más grande del mundo, así como creador de la empresa Biometrics Corp dedicada a la curación de enfermedades mediante el uso de virus modificados genéticamente. Un gigante en su sector.
Pero lo más curioso era que el austriaco llevaba mucho tiempo con el Códice, bastante más que cualquiera de sus antecesores, lo que hacía sospechar al provecto hombre de que Niklas estaba siendo excepcional en ese sentido. 
Aquella información caló hondo en Aitor, tanto por la incógnita de por qué el Codex duraba tan poco tiempo en manos de sus dueños, ya que los amantes de las antigüedades solían adoptar cada una de sus piezas como un pequeño tesoro y no se separaban de ellas salvo fuerza mayor. 
Lo que no sabía era lo especial que se veía cuando lo tenía delante, sobre la mesa. Ricardo había cumplido su parte. El manuscrito era voluminoso, tenía una encuadernación elegante, con tapas gruesas recubiertas de cuero marrón oscuro con los bordes revestidos con un marco metálico, cuyo uso después de tantos años había conseguido apagar cualquier brillo del metal. Las tapas venían con incrustaciones en las esquinas de piedras rubís con un color granate profundo que, a través de cuero más oscuro todavía que el usado para la encuadernación, conectaba con el centro de la tapa que quedaba rematada por una turmalina negra cuyo color opaco hacía que el conjunto ganase fuerza, pero una fuerza sombría. Se fijó en el lateral, por donde se abrían las páginas, y comprobó el estado de la cerradura que unía ambas tapas del códice y que no permitía abrirlo. Estaba en perfectas condiciones, lo que le confirmaba que nadie había podido leer sus páginas. Escrutó minuciosamente, a través del canto del manuscrito, que no hubiese hojas arrancadas. Acarició el Códice. 
Para poder conseguirlo partió de la información suministrada por el Huraño y comenzó a investigar. Habló con varios cazadores y ninguno de ellos ni conocía el Códice, ni tenía ni idea de cómo encontrarlo. Hasta que coincidió con Ricardo en una subasta en la que se vendía una pieza importante, el Cáliz del Olvido, realizado con plata adornada por varios rubíes espinelas de color rojo profundo rodeando su contorno, y que acompañaban a la perfección a los detalles labrados en el metal precioso. Aquel Cálice brillaba, tanto por la superficie de la plata, como por las piedras que la decoraban, de una manera intensa. Aitor lo observaba maravillado, era un enamorado de las antigüedades.
Le llamaban el Cáliz del Olvido, porque por lo visto según contaba la historia, aquel que bebía de él perdía todos los recuerdos, se convertía en un amnésico permanente. Su creador fue un eclesiástico que, apelando al poder del Señor, pedía una solución para la situación del reino en el que vivía. Era inestable y peligroso. Se había enterado de un posible levantamiento contra el Rey a través de un monaguillo cuyos oídos finos habían captado una conversación muy importante en la que se desvelaban los planes del hijo del Rey, cuyo odio contra su progenitor no tenía límite, con objetivo la muerte del monarca. El clérigo, conociendo los poderes del Cáliz, consiguió que el sucesor del Rey bebiera, tentado por probar el sabor del mejor vino del continente, y no hubo mejor limpiador de recuerdos que el vaso de plata, aunque con la cantidad de vino que se bebió quizás no habría hecho falta poder secreto alguno. De este modo, consiguió salvar al Rey de una muerte a manos de su hijo. Nunca supo las intenciones de su descendiente y su pérdida de memoria se achacó a una enfermedad desconocida. Si el Rey se hubiese enterado de la causa de la muerte de sus remembranzas, el Clérigo sabía que le habría hecho beber vino en cantidad igual a su peso, que no era poco. Tampoco era poco bebérselo de un trago gracias al embudo que le habría introducido en la boca. Se habría inventado el embutido de vino...

¡La semana que viene publico la siguiente parte de El Códice!

lunes, 11 de abril de 2016

El Códice. Parte I

En esta ocasión, la historia se ha dividido en partes ya que su longitud excede lo habitual. La semana que viene se publicará la siguiente entrega.

Ricardo se acercaba con él. Lo dejó encima de la mesa mientras Aitor lo examinaba. Llevaba mucho tiempo esperando aquello. Muchas horas de estudio, muchas horas para localizarlo, muchas horas para conseguirlo. Y ahora lo tenía delante. Era un momento especial y muy transcendental. Le dedicó un momento a observarlo. Era el Codex Cardan. Un códice al que la historia no le había dado la importancia que merecía, quizás por el desconocimiento de su contenido y porque apenas era conocido. A lo largo de la historia había permanecido oculto pasando de unas manos a otras, pero en ninguna ocasión llegó a ser leído. 
Aitor, un experto en piezas históricas, tuvo conocimiento del manuscrito en una fiesta privada a la que asistieron múltiples personalidades relacionadas con las antigüedades, así como vendedores y “cazadores”. Los cazadores eran personas a las que se les encargaba la búsqueda de reliquias o antigüedades y de los cuales era mejor no saber cómo lo conseguían, ya que en muchas ocasiones realizaban su trabajo exitosamente cuando las probabilidades de que pudiesen encontrar el objetivo del encargo fuesen prácticamente nulas. 
En aquella fiesta asistió una persona muy especial, conocido por todos en el mundillo como “el Huraño”. Era un hombre mayor de pelo cano y barba poblada e hirsuta. El apodo se lo había ganado porque pasaba grandes temporadas enclaustrado en su casa, dedicando horas y horas de estudio a la historia de muchas reliquias o antigüedades poco comunes. Pocos habían entrado en su morada pero aquellos que lo habían hecho coincidían en la magnificencia de la biblioteca de la que disponía, paredes altas forradas enteramente por libros y tomos, en su mayoría antiguos, en los que era necesario dedicar una vida entera para poder leer gran parte de ellos. Tenía, por tanto, un vasto conocimiento en la materia y un reconocimiento de su sabiduría por parte de todos aquellos que le conocían. Pero aquel reconocimiento había caído en los últimos años, no por dudar en absoluto de su recorrido a lo largo de su vida, sino porque la edad, según muchos, le traicionaba la cabeza y su fiabilidad había caído en picado. El respeto que todos tenían por él hacía que el provecto hombre no supiese tal circunstancia, hecho ayudado por la amabilidad y cortesía que todos tenían con “el Huraño”.
En la mencionada fiesta, Aitor se acercó al hombre mayor y le preguntó qué tal sus últimas investigaciones. Este le comentó sobre un retablo del siglo XV al que había perdido la pista, sobre una reliquia de Isaías, uno de los profetas de Israel, consistente en el prólogo del libro que llevaba su nombre y en el que se explicaban determinados argumentos que podían cambiar el significado de determinadas partes de dicho libro. También mencionó sobre un hallazgo suyo, un códice del cual nunca había oído hablar, el Códice Cardan, escrito en el siglo XIII por un tal Kells, persona desconocida de la época. Por lo visto, el Codex había alcanzado un precio desorbitado dentro de las esferas más selectas y escondidas de arte antiguo. Pero quizás lo más curioso del manuscrito es que no llegaba a permanecer demasiado tiempo con ninguno de los propietarios que lo adquirían, lo que aumentaba su precio debido a que, al poco tiempo de tener dueño, este desaparecía o fallecía en circunstancias extrañas, desapareciendo, al poco, el preciado manuscrito hasta que otro nuevo propietario se volvía a hacer con él...

viernes, 25 de marzo de 2016

Estrellas

Elías notaba el frío de la piedra al sentarse. Había bajado la temperatura bastante, pero solo lo notaba en el aire que acariciaba su cara ya que su cuerpo estaba bien abrigado. En donde estaba situado veía, desde la oscuridad, la luminosidad de la ciudad que denotaba actividad a esas horas de la noche. Los faros de los coches en movimiento trazando vivas líneas de colores, edificios altos de cristal que probablemente pertenecerían a empresas y cuyos cuadrados encendidos, mostraban que a esas horas todavía había trabajo por delante y luces de tiendas que indicaban que por la noche no se dejaba de comprar.
Todo aquello contrastaba con las vistas que, más a su derecha y al horizonte, manifestaban tranquilidad. La tranquilidad que le transmitía el brillo de las estrellas sobre el fondo azul oscuro. Su colocación no parecía obedecer a ningún patrón, pero sí es cierto que, cuando su mente trabajaba en conjunto los astros, podía distinguir formas conocidas. Todo desde la oscuridad que le brindaba la cima de aquel montículo escarpado que permitía tan dichosas vistas. Le proporcionaba la tranquilidad que en momentos de desasosiego, como era el actual, necesitaba. Si las estrellas componían formas conocidas, ¿no podría ser que, quizás, intentasen contarle algo? Lo pensaba siempre que se sentaba en aquella piedra pero no sabía cómo entenderlas. Su padre, cuando era pequeño, le dijo una vez, —las estrellas se sitúan en lo más alto para que las puedas ver— a lo que él respondió, — ¿y para qué las quiero ver?—. Él sonrió y le dijo, —porque de todo lo que ves has de aprender y el aprender te hará entender. Fíjate en el mundo que te rodea, porque las cosas siempre quieren contarte algo que puedas aprovechar—, y aquello le abrió un mundo nuevo de inquietud y curiosidad. Desde entonces se fijaba en multitud de cosas, de todas aquellas de las que pudiese extraer algo. Y de todas esas cosas, las estrellas siempre le habían llamado más la atención que cualquier otra. Pero a diferencia de las otras, de las que conseguía aprender o de las que comprobaba que no le aportaban nada, con los astros ni conseguía nada, ni podía comprobar que no tenían nada que ofrecerle, y era debido a que no conseguía descifrar su mensaje. El brillo, el color, la disposición, todo formaba un mensaje.
Se hizo astrónomo y le encantaba la carrera, su profesión, pero, a pesar de haber aprendido el funcionamiento de las estrellas, las teorías de su origen y su comportamiento, era un conocimiento que no le había ayudado a desvelar el secreto que había detrás de ellas.
Mientras contemplaba los astros, de repente, estos comenzaron a moverse lentamente. Cada uno en una dirección diferente, en un sentido diferente. No daba crédito a sus ojos, aquello era prácticamente imposible de que sucediera, ¡todas las estrellas se estaban desplazando a la vez! Pero en su movimiento parecía haber cierto orden, cierta armonía que comunicaba que se movían como un conjunto a pesar de que cada una tomase una dirección diferente. Elías comenzaba a encontrarse mal, lo que maldecía por estropearle un momento tan mágico como el que estaba viviendo. Poco a poco, algunos de los astros luminosos, iban llegando a su destino ya que se iban parando. Elías volvía a maldecir porque cada vez se encontraba peor, se estaba poniendo malo por momentos, muy enfermo, pero no podía dejar de mirar el espectáculo tan maravilloso que estaba presenciando. Aquellos puntos luminosos iban tomando posiciones y se podía ir dilucidando una forma que, al estar incompleta, Elías no conocía todavía su significado, pero que su subconsciente le decía que podía ser algo legible, algo cognoscible. En ese justo momento notó como su corazón se paraba, no se lo podía creer, tanto el que no estuviese asustado por estar más cerca de la muerte que de la vida, como que le estuviese pasando ahora. Notaba que no le quedaba casi tiempo de vida. Pero al seguir observando aquel paisaje astronómico, a pesar de notar el aliento de la muerte, ¡todas estrellas se habían colocado por fin¡ Aquello...aquello...¡aquello era maravilloso! ¡Entendía el mensaje! Los astros se lo estaban comunicando mediante el dibujo de una fórmula matemática, quizás el único medio mediante el cual él podía entender un mensaje de tal envergadura e importancia. Se le empezaban a cerrar los ojos, pero ya daba igual porque ya sabía el mensaje. Por fin, podría descansar en paz. No podía parar de ver, aún con los ojos cerrados, la fórmula que explicaba el funcionamiento de toda la tierra, de todos los planetas, de todas las estrellas, de todo el universo, y ahora sabía, por fin, que, al probar muchas variables sobre la fórmula, comprobaba que la vida es un ciclo, un ciclo que se repite una y otra vez en el que la variable más importante es la felicidad, el motor de nuestras vidas, que nos hace avanzar hacia delante pero no nos deja disfrutar de nuestra existencia por la continua búsqueda de esa felicidad. La tenemos al alcance de nuestras manos y buscamos más lejos de donde está. Solo tenemos que abrazarla para darnos cuenta del don de la vida, para conseguir el objetivo de vivir.
Elías dejaba este mundo tranquilo al haber conocido la verdad, el mensaje que llevaba toda la vida buscando y esperando, pero con la pena de no haberlo conocido con anterioridad para poder haber disfrutado de su corta existencia.
Lo último que hizo fue preguntarse si el mensaje se desveló antes de su muerte o si su muerte desveló el mensaje...
Y descansó en paz.

domingo, 13 de marzo de 2016

El Diario

Allí estaba pasando las hojas. Conforme las iba leyendo en su mente se iban reproduciendo las imágenes de todas aquellas palabras. Mucho más que palabras. Un pasado, una vida. Demasiadas hojas, demasiados sentimientos. La tristeza le invadía, todos aquellos recuerdos le hacían revivir situaciones en la que la felicidad era la ausente y la tristeza era su acompañante. Así día tras día en un túnel que parecía oscuro, largo, casi infinito. Páginas y páginas de dolor escritas por una vida que eligió por él. Él solo pudo levantar un muro, aislar sus sentimientos y esperar, esperar a que aquella construcción aguantase los embates que la desgracia lanzaba con todas sus fuerzas. Su entrada solo podía provocar dolor y una herida que cada vez se hacía más grande. Cada vez que el muro era reconstruido, un nuevo golpe lo tiraba de nuevo y la cicatriz, todavía trabajando, era destruida haciendo pedazos de nuevo sus sentimientos. 
Al final del diario, aquellas hojas dieron paso a otras en donde las palabras reflejaban el encuentro con una felicidad que no había conocido nunca, algo nuevo, algo que debía disfrutar al máximo pues no sabía cuánto iba a durar. Pero aquellos muros levantados no podían desaparecer, en cada embestida en la que la infelicidad consiguió entrar, y una vez se iba, dejando un alma desolada, el muro se reconstruía con unas paredes más altas, más gruesas y más fuertes. Eran infranqueables, irrompibles e indestructibles. 
Al finalizar de leer todas aquellas palabras que le habían mostrado su mundo vivido, se dio cuenta de que el diario le enseñó que la desgracia le apaleó y, cuando esta desapareció, cuando podía haber abrazado la dicha y haber curado su alma, era él mismo el que no dejó paso a aquello que deseó y ansió toda su vida. Ser feliz.

miércoles, 9 de marzo de 2016

El Maletín

Le llamaban Diablo. El mejor espía de todos los tiempos. Hay quién dice que siempre ha tenido algo de maligno, de Satanás en su mirada, en su manera de hablar, en sus gestos y en su manera de hacer. Tal es su influencia actualmente, que hasta las altas esferas empiezan a tenerle miedo. Hasta el punto de no saber qué es peor, si tenerlo de amigo o de enemigo.
Sus inicios no son claros, ya que las personas que lo vieron nacer han muerto, pero las habladurías dicen que se crió en un orfanato de monjas, muerto su padre y abandonado por la madre. Quizás llevase la semilla del mal desde su nacimiento ya que su padre fue uno de los asesinos en serie más temibles de la historia, abatido a tiros, más por la justificación de aniquilar a un monstruo que por cualquier otra causa. 
El chiquillo era muy introvertido pero demostraba grandes habilidades en casi todos los campos intelectuales. Gran estratega decían las monjas, sobre todo para conseguir fugarse una y otra vez del orfanato. En eso no fallaba. Conforme se hizo un poco más mayor, su inteligencia se había desarrollado de manera desmesurada, hasta tal punto que los servicios secretos ya le estaban vigilando para captarle en cuanto tuviese la edad reglamentaria. Era perfecto, inteligente, grandes dotes de estrategia y sin nada ni nadie que perder. Si se moldeaba desde el principio se podía llegar a conseguir un agente excepcional. Y lo mejor de todo es que él estaba totalmente de acuerdo.
Comenzó su carrera, como es de esperar, desde abajo, aprendiendo todos los secretos de la profesión a través de un tutor, un espía veterano, de los mejores, que veía en el chico un grandísimo sucesor suyo. A partir de ahí le fueron introduciendo en pequeñas operaciones de infiltración sin mucho riesgo y, al comprobar que se le quedaban pequeñas, se le asignaron misiones más importantes. Poco a poco iba adquiriendo su propia personalidad, muy agresivo en la manera de llevar a cabo el trabajo, pero muy eficaz. Le gustaban los trajes negros combinados con camisas de color rojo intenso, rojo sangre y siempre con el cuello desabrochado. La eficacia en el éxito de sus misiones era bastante elevada, lo que hacía ganarse el beneplácito de sus superiores para tener una mayor libertad en el modo de ejecutar sus acciones. 
Todo cambió el día en que se hizo con el maletín, un maletín negro. Si sus estadísticas eran buenas, estas pasaron a ser extraordinarias y muchos lo asociaron con el maletín. Lo sorprendente no fue solo eso, sino que además de su capacidad de resolución, era que había conseguido reducir en más de la mitad la duración de las misiones. No sólo había mejorado su tasa de éxito, sino que también había mejorado su eficacia. Era el agente diez. Bueno, para algunos era el agente 666. O el agente Diablo. O directamente el Diablo. Este apodo se lo fue ganando con el tiempo, conforme diferentes agentes iban averiguando su modus operandi para poder copiarlo, pero al final todo se reducía al maletín. Era un maletín realmente misterioso. Diablo conseguía acercarse a los objetivos ganándose su confianza poco a poco hasta que, llegado el momento crítico en el que existía el riesgo de que esa confianza se pudiera romper en beneficio del éxito de la misión, entonces sacaba el maletín. Lo situaba delante del objetivo y lo abría ante la mirada atónita del mismo. Entonces los papeles cambiaban, ahora era Diablo quien estaba por encima del objetivo y este haría todo lo que quisiera el agente 666. El ritual se repetía una y otra vez, abría el maletín y la persona que lo veía caía rendido a sus pies. Y la pregunta, claro, era, ¿qué contiene el maletín? Pregunta sin respuesta. Nadie lo sabía. Y era imposible saberlo, aunque esto no es del todo correcto. Aquellos que intentaban saber su contenido acababan sabiéndolo, pero acababan bajo la influencia de Diablo una vez lo veían, lo cual conseguía cerrar el secreto para aquellos que no lo habían visto. 
La única explicación increíble pero válida, fue contada, curiosamente, por un agente al que llamaban Ángel. Después de haber rastreado todos los casos de Diablo, habérselos estudiado hasta el más mínimo detalle, e incluso de estar delante de la apertura del maletín, pero sin ver su contenido, su conclusión fue sorprendente. El maletín no contenía nada. Eso sí que era revelador, tanto trabajo para eso. Tanto misterio, tanto secreto, tanto enigma y tanta intriga para tal desenlace. Menudo fiasco. Claro, tal y como decía Ángel a todos, -Peculiaridad del ignorante es responder antes de oír, negar antes de comprender, y afirmar sin saber de qué se trata -, haciéndose eco de la frase célebre, -La verdad de todo esto no es lo que contiene el maletín, si no su interpretación- dijo a continuación, pero todo el mundo seguía sin entender, así que dejó la siguiente cuestión en el aire, -¿Qué puede ser más poderoso que la interpretación de las ambiciones de los hombres y las mujeres?- y al ver que el desconcierto continuaba, para dejarlo claro, sentenció con la siguiente pregunta, -¿Qué hombre o qué mujer diría que no a su mayor ambición o anhelo?